Hay personas así, opinadores profesionales, mentes obcecadas
en el “yo tengo la razón y tú te equivocas”. Son perfiles con el ego muy grande
y una empatía muy pequeña, especialistas en alzar disputas continuas, artesanos
habilidosos en desestabilizar la armonía de todo contexto.
Querer tener razón y demostrar que estamos en lo cierto es
algo que a todos nos satisface, no podemos negarlo. Es un refuerzo para la
autoestima y un modo de reequilibrar nuestras disonancias cognitivas. Ahora
bien, la mayoría de nosotros entendemos que hay límites, sabemos que es vital
aplicar actitudes constructivas, una visión humilde y un corazón empático capaz
de apreciar y respetar los enfoques ajenos.
Sin embargo, uno de los grandes males de la humanidad sigue
siendo esa insufrible necesidad por tener siempre la razón. “Mi verdad es la
única verdad y la tuya no vale” enarbola el palacio mental de muchas personas e
incluso de ciertos organismos, grupos políticos o países que gustan de
vendernos sus idearios como panfletos moralizantes.
Ahora bien, más allá de ver estos hechos como algo aislado o
anecdótico, debemos tomar conciencia de que es algo serio. Porque quien se
obsesiona en tener siempre la razón acaba sufriendo dos efectos secundarios
implacables: el aislamiento y la pérdida de la salud. Debemos ser capaces de
conectarnos a los demás, de ser sensibles, respetuosos y hábiles a la hora de
crear entornos más armónicos.
Las personas somos auténticas máquinas de creencias. Las
interiorizamos y las asumimos como programas mentales que nos repetimos una y otra
vez a modo de letanía, hasta procesarlas como una propiedad, como un objeto que
debe ser defendido a capa y espada. De hecho, nuestro ego es todo un mosaico de
variadas y férreas creencias, esas por las que más de uno no duda perder a los
amigos con tal de llevar siempre la razón.
Por otro lado, es conveniente recordar que todos tenemos
pleno derecho a tener nuestras propias opiniones, nuestras verdades y nuestras
predilecciones, esas que hemos descubierto con el tiempo y que tanto nos
identifican y definen. Sin embargo, cuidado, porque ninguna de estas
dimensiones debe “secuestrarnos” hasta el punto de arrojarnos a ese calabozo de
“mi verdad es la única verdad que cuenta”.
Hay quien vive inmerso en un diálogo interior que a modo de
mantra, le repite una y otra vez que sus creencias son las mejores, que sus
enfoques son inamovibles y que su verdad es un lucero de sabiduría inviolable.
Pensar de este modo les arroja a tener que ir por la vida buscando personas y
situaciones que validen sus creencias, y las “verdades” de esos mundos atómicos
y restringidos donde nada debe ser cuestionado.
Las consecuencias de vivir con este tipo de enfoque mental
suelen ser serias y casi irremediables. La desesperante necesidad de tener
siempre la razón y sus consecuencias
El mundo no es en blanco y negro. La vida y las personas
encuentran su máxima belleza y expresión en la diversidad, en los enfoques
variados, en los distintas perspectivas de pensamiento ante los cuales, ser
siempre receptivos para aprender, crecer y avanzar.
Para concluir, algo que todos sabemos es que nuestro a día a
día es como un fluir donde se entrecruzan varias y complejas corrientes. Todos
vamos en nuestros propios barcos, bien río arriba o bien río abajo. En lugar de
obcecarnos en mantener siempre una misma dirección, aprendamos a alzar la vista
para no chocar los unos con los otros.
Permitamos el paso, creemos un mar de mentes capaces de
conectarse las unas con las otras para fluir en libertad y en armonía. Al fin y
al cabo todos buscamos un mismo destino, que no es otro que la felicidad. Así
que construyámoslo poniendo como base el respeto, la empatía y un sentido
auténtico de convivencia.
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